domingo, 24 de mayo de 2009

Martes 26: El afinador de pianos

Estimados cinéfilos,

Así como llegaron, los creadores contemporáneos se han ido, sin decir nada más válido que un adiós. Por lo tanto, el ciclo Filosofía en Imágenes queda cancelado.

Por esa razón, porque ya termina el semestre en Sogem (y tantas cosas más), porque se descompuso la cafetera, porque viene el cumpleaños de Luis Emilio y porque la influenza también interrumpió el ciclo de los hermanos Stephen y Timothy Quay, hemos decidido hacer un cierre múltiple: borrón y cuenta nueva. El martes que entra proyectaremos la película de los extraños gemelos que no pudimos proyectar en abril, El afinador de pianos, su más reciente largometraje.

Si llegan temprano, quizás tengan la suerte de ver un par de cortometrajes.

Aquí abajo, un artículo escrito por Alberto Chimal, quien nos facilitó este material.


Los hermanos Quay y sus cadáveres
Alberto Chimal
http://www.lashistorias.com.mx/

1
El ascenso de las herramientas de animación por computadora de Hollywood –que entre el asombro obligado y el tedio consiguiente de cada nueva imagen son la realidad, en la medida en la que aprendemos a percibirla ahora– pasa por la consagración del muñeco de plástico.

Los personajes de Toy Story (John Lasseter, 1995), el primer largometraje completamente digital, son rutinariamente dulces y entrañables pero sobre todo son juguetes de un tipo preciso: producidos en masa, de superficies brillantes y suaves, saben además que su tarea no es moverse mágicamente (“va contra las reglas”) sino quedarse quietos, meramente ser objetos inertes. Moralmente se parecen a sus creadores –que permanecemos igualmente inmóviles durante lo que pasa por nuestra vida– y es claro que la de ellos es la imagen más deseable (la imagen indestructible, aupada por la perfección de la forma y la fama global) pues tienen voces de estrellas, son ágiles y aventureros y tampoco se desgastarán nunca en sus copias en DVD. En el sueño del futuro (ese que no llegará jamás y por eso se deja consumir eternamente en anuncios y objetos “aspiracionales”), además de ricos, esbeltos y célebres, todos seremos de plástico, y además de ese plástico inmaterial, mera representación contenida en un disco brillante.

Justo al contrario, toda la filmografía de los hermanos Stephen y Timothy Quay (1947) utiliza muñecos –o, más ampliamente, objetos animados, sea como centro o como accesorio de puestas en escena siempre estilizadas, deliberadas, empeñadas en hacer a un lado la realidad y no en cubrirla– que se contagian de lo humano preexistente, ajeno al oropel de las propias imágenes; es decir, sus muñecos son a la vez portadores de maravillas verdaderas (ajenas a las rutinas del consumo) y emisarios de la entropía, de la podredumbre y la muerte.

2
Nacidos en Norristown, Philadelphia, en los Estados Unidos, los Quay emigraron a Inglaterra, como Terry Gilliam y Stanley Kubrick, en su primera juventud, y pasaron al cine desde la ilustración y el diseño. Como han usado títeres y laboriosas tomas de stop-motion desde el principio de su carrera fílmica, y como rodaron El gabinete de Jan Švankmajer (1984), un homenaje al gran surrealista checo, se les asocia con él, aunque sólo se le acercan en su atención a las texturas, signo de un interés compartido en la materialidad y en sus efectos.

En realidad, el estilo y los temas de los Quay están más próximos a los del también checo Jiří Trnka (1912-1969) y, sobre todo, al de numerosos artistas de las escuelas polacas de la posguerra, entre los que destaca el cineasta y dibujante Walerian Borowczyk (1923-2006). En éste y en los Quay se ve el mismo interés en la forma, que excluye de entrada la posibilidad de encontrar un “mensaje” enérgico y a veces hasta una “línea narrativa”, y que concentra todo el sentido en la hechura de las imágenes; también en los tres se puede hallar, aunque por razones distintas, una marginalidad consciente e intencional –que implica numerosas dificultades durante la realización de sus obras más personales–, a la que los Quay agregan una enorme avidez por absorber referencias intertextuales: en cada una de sus películas confluyen citas numerosas, siempre enfatizadas y en algunos casos (por ejemplo, en Anamorfosis [1991] o El museo fantasma [2003]) dispuestas incluso como centro del discurso fílmico, que se vuelve una wunderkammer: “cámara de maravillas”, desordenada como los gabinetes de curiosidades del Renacimiento e igualmente despreocupada a pesar de su falta de toda utilidad.

Por estas razones, la mejor introducción al trabajo de los Quay es una de sus obras más difíciles: Ensayos para anatomías extintas (1988), un corto “concebido como un homenaje a la línea recta”, filmado en estricto blanco y negro y pensado a partir de una serie de movimientos de cámara y acrobacias con la profundidad de campo que los cineastas deseaban realizar y montar sobre música del compositor Lech Jankowski, colaborador frecuente de ambos. Sólo después de fijados estos elementos vinieron las rayas que llenan un espacio casi abstracto hecho de papel, el compás que traza ornamentos caligráficos, el títere monstruoso que se rasca y se rasca la misma úlcera –las imágenes de cuerpos están inspiradas en el trabajo del anatomista Honoré Fragonard, primo del pintor del mismo nombre– y las propias manos de los Quay, que intervienen en varias tomas sin revelar, pese a todo, cómo logran algunos de sus trucos más intrigantes.

Para encontrar el placer secreto de un filme como éste, y en realidad de cualquier otro de los Quay, el espectador necesita olvidarse de viajes del héroe, tramas sentenciosas y todos los elementos de lo que Hollywood nos condiciona a llamar “cine”. Y la tarea se volverá aún más compleja cuando se advierta los Quay no creen en las cualidades positivas de las artes: una de sus influencias literarias más importantes es la de Robert Walser (en cuya novela Jakob von Gunten se basa Instituto Benjamenta [1995], su primer largometraje), y los Quay repiten su escepticismo por los “grandes relatos” y su interés por lo diminuto y lo intrascendente.

Pero el gran hallazgo de este cine intermitente, hecho entre numerosos trabajos alimenticios y plagiado constantemente desde hace 20 años, tiene que ver más con otro de sus autores tutelares: Bruno Schulz (1892-1942; polaco al igual que Borowczyk, y que Jankowski), quien escribió “La calle de los cocodrilos”, el relato en el que se basa el corto del mismo título (1986) reconocido habitualmente como la obra maestra de los Quay. Si en verdad lo es, no se debe sólo a su fama –Terry Gilliam, Tim Burton y otros directores famosos han declarado su admiración por ella–, ni a su sorprendente complejidad técnica –una ciudad entera se sugiere mediante materiales que caben en una maleta–; en sus 21 minutos de duración, los Quay crearon una visión inusitadamente poderosa de nuestro tiempo crepuscular: una “realidad degradada” –de acuerdo con las ideas de Schulz–, hecha con los materiales de desecho de la modernidad pero que conserva su poder metafórico ahora, en nuestro abúlico siglo XXI, en el que meramente ocultamos los residuos bajo capas cada vez más profundas de olvido y falsa novedad. Como asomándose a un kinetoscopio, un hombre echa a andar una complicada máquina en cuyo interior un muñeco, de forma humana pero claramente estragado por el tiempo, se suelta del mecanismo y se lanza a explorar un barrio oscuro, poblado por títeres que hacen de noctámbulos y prostitutas, en el que las oscuridades más profundas ofrecen promesas de horrores y perversiones que nunca se cumplen. Schulz escribió:


Nuestras esperanzas reposaban sobre un equívoco; la ambigüedad del local
era sólo una apariencia; la tienda era una verdadera sastrería y el empleado no
tenía ninguna intención oculta. En cuanto a las mu­jeres de la calle de los
Cocodrilos, su depravación es más bien moderada y se ahoga bajo espesas capas de prejuicios. En esta ciudad de la mediocridad no hay lugar para los instintos
exuberantes ni para las pasio­nes obscuras e insólitas.

La Calle de los Cocodrilos era una concesión de nuestra ciudad al
progreso y a la corrupción moder­nas. Pero, como es natural, no podíamos
permitirnos nada mejor que una imitación en papel maché, un fotomonta­je
hecho con recortes de viejos periódicos amarillentos.



La calle de los cocodrilos, cuyo mundo de tornillos oxidados e ingenios inútiles se cae a pedazos y en el que un grupo de seres artificiales se contagia de lo humano, en vez de lo contrario, hasta el punto de que se vuelven más humanos –más dolorosos y terribles– que sus espectadores de cartón o de plástico, es un testimonio de cuánto tiempo llevan sin cumplirse las mismas promesas absolutas de triunfos y catástrofes. Los Quay, además, retoman otra noción schulziana: el “mes decimotercero”, no sólo un tiempo sino un espacio ajeno a los otros doce, que ellos pretenden ocupar con sus títeres, sus tableaux y con los movimientos de la cámara, siempre reconocibles como un rasgo de estilo y capaces de explorar los entornos finamente construidos por los Quay creando la ilusión de un punto de vista constante, dotado de sus propios tics, de sus propios amaneramientos y flaquezas. En La calle de los cocodrilos –aunque también en el más reciente In absentia (2000) y las brevísimas viñetas de la serie Noche de paz (1988-1994)– la animación: la ficción más acabada de la vida, regresa a su sitio de porción y no sucedáneo de la propia vida, pero lo hace arrastrando todo lo que hemos rechazado de nuestro propio ser.

La última entrega de los Quay es su segundo largometraje, El afinador de terremotos (2005), exhibida en el FICCO de la ciudad de México al año siguiente como El afinador de pianos: en realidad es imposible traducir el título original, The Piano Tuner of Earthquakes. Basada libremente en textos de escritores latinoamericanos –señaladamente La invención de Morel de Bioy Casares– y acunada en la pintura de Arnold Böcklin, la película tiene una ligereza inusitada en la obra de los Quay y, rodada casi toda con actores y decorados reales, un énfasis inusual en las convoluciones de su trama escasa. Pero los movimientos de los personajes y sus entornos están más cerca de nunca del proyecto que los Quay formularon por primera vez al emprender la filmación de La calle de los cocodrilos: el filme es “un laberinto de espacios teatrales en incesante transformación”.

3
Podemos jugar a declarar la muerte del cine: del conjunto de las representaciones, las prácticas y las experiencias que hemos llamado cine durante más de cien años. Las salas son expendios de palomitas y botanas o templos para celebrar complicados rituales de la resignación; las grandes pantallas pierden su unicidad y sus rasgos distintivos, las industrias fílmicas dependen cada vez más de todo lo que no es cine y las aventaja en la monocultura global… Nada, salvo la catástrofe apocalíptica que ya no espera nadie, podría devolver a la especie humana al tiempo previo a la imagen en movimiento y a su posición central en la mente de todos los individuos del planeta; nada nos permitirá, tampoco, recobrar la confusión y el asombro que el cine engendró primero en el resto de la cultura de occidente, antes de que la zootropia o praxinoscopía o cinematografía se convirtiera en mero vehículo de historias –sucursal de los expendios de libros, dice Peter Greenaway– y a la vez se comiera a la realidad, en lugar de contentarse con representarla. Si todo es cine, nada lo es. Incluso podemos seguir usando el nombre.

Pero sólo tras la muerte de este arte o negocio o mero uso podrían existir obras como la de los Quay, quienes se parecen a Kubrick y a Borowczyk pero sobre todo a Viktor Frankenstein, el estudiante de medicina que jugó a ser Prometeo: toman cadáveres del cine, los cortan en pedacitos, los vuelven a ensamblar y los reaniman en la pantalla. El castigo por su osadía, inevitable en los hechos que se acercan a este mito, era previsible: pocos los conocen, el esnobismo los perseguirá siempre y nunca faltará quien los confunda con sus imitadores. Pero su fuego –su don, otorgado a los escasos afortunados que los hallan en cineclubes, festivales y reproductores– es precioso y extraño.

viernes, 15 de mayo de 2009

Martes 19: Mercader de las cuatro estaciones

Queridos cinecluberos,

El próximo MARTES 19 DE MAYO de 2009 reiniciamos nuestras actividades con la séptima función del ciclo Filosofía en Imágenes, traído a nuestro espacio por Carolina Rivas y Daoud Sarhandi, directores del estudio de producción Creadores Contemporáneos.


El MERCADER DE LAS CUATRO ESTACIONES
(Händler der vier Jahreszeiten)
(Alemania, 1972, 89 min.)

Cuando Fassbinder, tras rodar cinco películas en el espacio de dos años, decidió dar un giro a su carrera para abrazar los inexcrutables caminos del más grande de los géneros cinematográficos, el melodrama, se inspiró en un episodio familiar ocurrido durante su infancia: el firme propósito de su tío favorito de convertirse en vendedor ambulante de frutas y verduras provoca en su familia tal estupefacción que no le prestan el más mínimo apoyo moral y lo desprecian. De esta anécdota nació El mercader de las cuatro estaciones: "Esta historia es conocida por casi todos los que me rodean. Un hombre desea que su vida hubiera sido distinta de lo que fue. Su educación, su ambiente y las circunstancias conspiran para frustrar sus sueños."

Texto tomado de:
http://www.rafamorata.com/


Rainer Werner Fassbinder
Fassbinder nació en Bad Wörishofen (Baviera) el 31 de mayo de 1945, y murió en Múnich el 10 de junio de 1982. Fue director de cine, teatro y televisión alemán además de actor, productor y escritor, siendo el más importante representante del nuevo cine alemán. Llegó a encargarse también de la fotografía y, sobre todo, del montaje de muchas de sus obras.

La soledad, el miedo, la desesperación, la angustia, la búsqueda de la propia identidad y la aniquilación del individuo por los convencionalismos, el amor no correspondido, la felicidad soñada y el deseo tortuoso, la explotación de los sentimientos y su comparación a una mera transacción comercial, las pasiones íntimas como forma de retratar una época (la de la Alemania de los setenta que aún arrastra las consecuencias de la posguerra, "de la democracia que recibió como regalo") y dar testimonio de sus grietas económicas, políticas, morales y sexuales, son los grandes temas del cine de Fassbinder, en el que casi siempre tendrá un protagonismo esencial la mujer, figura que le servirá de excusa para poner de manifiesto los mecanismos opresivos que se dan en la relación de pareja, para plantear diversas fórmulas de emancipación femenina, y para representar a la mismísima nación alemana en sus films sobre la era Adenauer a través de tres heroínas "que pugnan por sobrevivir a los estragos del pasado": Maria Braun (interpretada por Hanna Schygulla), Lola (interpretada por Barbara Sukowa) y Veronika Voss (interpretada por Rosel Zech).

Película breve, de presupuesto muy modesto, El mercader de las cuatro estaciones es una sencilla, transparente, humilde, austera, áspera, desgarrada e inolvidable obra maestra.


Estilo
El estilo de Fassbinder es muy variado (clásico, barroco, realista, alegórico, expresionista, distante, moderno), no sólo considerando el conjunto de su filmografía sino también cada película en particular. A menudo se habla de Fassbinder como un gran director de escena, ya que cada plano estaba minuciosamente diseñado para provocar un fuerte impacto estético en la pantalla, ya fuera por su sobriedad o por sus retorcidas virguerías técnicas. En sus primeras películas abundan los planos lentos, muchas veces estáticos, e incluso repetitivos. Ver Katzelmacher (1969), por ejemplo, y compararla con Martha (1973).

Su estrecha colaboración con el cámara Michael Ballhaus le permitió llevar a cabo todo tipo de audaces giros, consiguiendo en alguna película verdaderos atrevimientos técnicos, como en Ruleta china (1976). Ambos ensayaron por primera vez en Martha (1973) el giro completo de 360 grados, que se ha convertido en el sello personal de Ballhaus en su posterior carrera en Hollywood a las órdenes de directores como Martin Scorsese, Francis Ford Coppola o Paul Newman entre otros.

Hay que subrayar que el atrevimiento estético y técnico nunca fueron meros ejercicios de estilo. Siempre estuvieron detrás de un programa estético y ético que Fassbinder heredó de los maestros del melodrama de Hollywood, como Raoul Walsh, de quien tomaba su apellido siempre como pseudónimo, o Douglas Sirk, al que conoció personalmente, singificando un cambio en su manera de hacer cine, y con el que colaboró como actor en su último film, el cortometraje Bourbon Street Blues (1978).

Al marcharse Michael Ballhaus a Hollywood, Fassbinder trabajó con Xaver Scharzemberger, con quién rodó películas tan importantes como La ansiedad de Veronika Voss, Lola o la mítica adaptación televisiva de Berlin Alexanderplatz, la novela de Alfred Döblin.

En sus últimas películas su estilo se complicó aún más, dando obras sus más difíciles y distanciadas del espectador como La tercera generación, En un año de 13 lunas (ambas filmadas por él mismo) o Querelle.


Douglas Sirk y el melodrama distanciado
La influencia del melodrama estadounidense en Fassbinder irrumpe a partir de 1971, cuando ve una serie de films de Douglas Sirk en una retrospectiva, y decide ir a conocerlo personalmente a su casa de Lugano (Suiza).

Las películas de Sirk, y las charlas con él, decidieron a Fassbinder a intentar hacer un cine más popular, a salir a buscar al público, dejando atrás su primera etapa más arty (influenciada por la Nouvelle Vague).

Su propósito desde ese momento fue crear unas películas "como las de Hollywood, pero sin la hipocresía". Con el modelo de Douglas Sirk en mente, buscó la manera de comunicarse con la audiencia sin trucos sentimentalistas, rechazando la empatía natural del espectador, y presentando las historias de la manera más fría, intelectualizada y distanciada.

Esta intención dio lugar a un estilo de filmar atrevido y moderno (tan moderno como el de sus primeras películas, pero con otra actitud). La presencia de la cámara se hace casi visible al espectador, por los ángulos, los movimientos y los planos que hace, consiguiendo así una anti-naturalidad que pretende distanciar al espectador y obligarle a juzgar las historias sin manipulaciones sentimentales.

Su primer "melodrama distanciado" fue Las amargas lágrimas de Petra von Kant (1972), que fue su primer éxito internacional.


Principales obras
(Cine y TV)

* 1969 - El amor es más frío que la muerte
* 1969 - Katzelmacher
* 1970 - El soldado americano
* 1970 - El dios de la peste
* 1971 - Atención a esa prostituta tan querida
* 1972 - El mercader de las cuatro estaciones
* 1972 - Las amargas lágrimas de Petra Von Kant
* 1973 - Martha (TV)
* 1973 - Todos nos llamamos Alí
* 1974 - Fontane Effi Briest
* 1974 - La ley del más fuerte
* 1975 - Miedo al Miedo - Angst vor der Angst (TV)
* 1975 - Viaje a la felicidad de Mamá Küsters
* 1976 - Sólo quiero que me ames
* 1976 - El asado de Satán
* 1976 - Ruleta china
* 1977 - Bolwieser (La esposa del ferroviario) - Bolwieser (TV)
* 1977 - Desesperación (basada en un libro de VladimirNabokov)
* 1978 - El matrimonio de María Braun
* 1978 - En un año con trece lunas
* 1979 - La tercera generación
* 1980 - Berlin Alexanderplatz (TV)
(basada en la novela de Alfred Döblin)
* 1980 - Lili Marleen
* 1981 - Lola
* 1982 - La ansiedad de Veronika Voss - Die Sehnsucht der Veronika Voss
(Oso de Oro en el Festival Internacional de Cine de Berlín)
* 1982 - Querelle (basada en la novela de Jean Genet)

Texto tomado de: http://www.es.wikipedia.org/


NOTAS A REFLEXIONAR

"Esta película genera la incómoda sensación de estar mirando un documental sobre gente que actúa en una obra ficticia" (Thomas Elsaesser): A la hora de poner en escena la historia del frutero, el maestro Fassbinder lleva hasta las últimas consecuencias:

1. Su máxima de no reproducir jamás la realidad, sino de hablar de ella, plasmarla de la forma más antinaturalista y excesiva posible, y lo hace a base de sus siempre rebuscados encuadres;

2. Una cámara más estática y menos manierista que en posteriores trabajos, pero igual de efectiva;

3. Zooms conscientemente abruptos.

4. Elipsis descomunales que despojan a la trama de cualquier accesorio u ornamento adicional con el fin de mostrar sólo aquéllos aspectos que al director le interesan;

5. La abundancia de primeros planos que, acompañados de sutilísimos silencios, resultan imprescindibles en este implacable retrato psicológico de personajes;

6. La sensación claustrofóbica que desprenden las secuencias rodadas en interiores, los cuales dan la sensación de estar grotescamente empequeñecidos con respecto a los caracteres que los habitan;

7. La perfecta integración de los flash-backs, que no rompen el discurrir del relato, sino que irrumpen inesperada y muy oportunamente en el mismo para enriquecerlo con el objeto de aportar información sobre aspectos cruciales del pasado de Hans que determinan su presente;

8. La estilizada, enfática y -como siempre- soberbia actuación de todos los actores, que no hacen el más mínimo esfuerzo para que el tono y la cadencia de sus palabras resulten naturales;

9. Los elementos del decorado y el vestuario utilizados como recursos distanciadores. Y como siempre, el maestro alemán se abstiene de sacar conclusiones, de plantear soluciones o moralejas de la triste historia que nos plantea: se limita a dar una visión de la cotidianeidad de la Alemania de la era Adenauer para adentrarse en los deseos, las frustraciones, las hipocresías y las obscenidades que presiden el mundo burgués.

Publicado por: Carolina Rivas y Daoud Sarhandi